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El dilema del omnívoro

Alimentarse es la actividad más básica del ser humano para preservar la vida, y en el último medio siglo la cultura mediterránea se ha vuelto demasiado carnívora. Consumir animales al ritmo actual es absolutamente insostenible a medio plazo, ya que su repercusión medioambiental es muy alta, tanto por la pérdida de biodiversidad como por la degradación del suelo.

He tomado prestado el título del libro de Michael Pollan, que a su vez tomó prestado de Paul Rozin, para titular la reflexión de este año.

Si bien no practico ni sigo ninguna religión organizada -lo que se conoce como irreligión-, simpatizo con la filosofía budista. En el templo, los budistas creen que el cultivo de los alimentos con los que se prepara la comida es parte esencial de la práctica. Así, la regla es no excluir ningún alimento y, sencillamente, tomar la cantidad necesaria para el cuerpo y la mente, y honrar los esfuerzos y la devoción de quienes prepararon la comida.

El capítulo uno de la temporada tres de Chef’s Table me descubrió a Jeong Kwan, monja budista que vive y cocina sus manjares en la ermita Chunjinam del templo Baegyangsa, ubicada en las laderas del Baegam-san en el Parque Nacional de Naejangsan de Corea del Sur, rodeada por colinas arboladas y silencio. Su encanto está en haber perfeccionado la tradición antigua de la llamada cocina del tempo.

«Con la comida podemos compartir y comunicar nuestras emociones». – proclama Jeong Kwan.

A diferencia de nuestra barroca tradición mediterránea, la comida de templo es modesta. En la cocina de Jeong no hay nada nuevo, no parece que aquí nadie albergue la pretensión de transformar la manera de comer del mundo. Sin embargo, Kwan es la revelación de la cocina monacal y sus recetas de verduras y hierbas, que cultiva tranquilamente en una pequeña y preciosa parcela de tierra, son una fuente de inspiración para la flor y nata de la alta gastronomía que persigue aparecer en las listas de los mejores restaurantes del mundo. Encabezados por Eric Ripert, cocineros de peso como René Redzepi han viajado y siguen viajando al interior de Corea en busca, según el crítico de The New York Times, Jeff Gordinier, de la comida más exquisita del mundo, quién además bautizó a Jeong Kwan como «la chef filósofa» en este artículo publicado en dos mil quince.

Mucho antes de que apareciera el concepto slow food en nuestro vocabulario, generaciones de maestros anónimos, igual que Jeong Kwan, crearon en templos como este una cocina basada en lo que les ofrecía la tierra. ¿Buscar ingredientes en la naturaleza? ¿Comprar producto de kilómetro cero? ¿Solo productos de temporada? ¿Ecológicos? Todo esto ya formaba parte de su arte desde tiempos lejanos, como también de nuestros ancestros mediterráneos.

Fiel a los principios del budismo, concretamente al precepto del ahiṃsā que significa no violencia, la cocina budista no solo alaba la dieta vegana, sino que difiere de la cocina vegana occidental en un aspecto, que es evitar la muerte de las plantas. La vinaya budista prohíbe a los monjes hacer daño a las plantas. Por tanto, hablando estrictamente no se usan raíces (como patatas, zanahorias o cebollas), ya que esto provocaría la muerte inmediata de la planta. Sin embargo, esta versión estricta de la dieta se practica actualmente solo en ocasiones especiales.

Al hacer comida del templo, hay cinco ingredientes que no se usan porque tienden a excitar los sentidos: la cebolla, el ajo, el cebollino, la cebolla verde y el puerro. Estos ingredientes son cinco especias penetrantes, grandes fuentes de energía espiritual, y por ello un exceso de esa energía no permitiría que el espíritu de un monje lograse un estado de calma. A pesar de prescindir de estos alimentos, que en la cultura mediterránea son cruciales, la comida de templo se condimenta con la naturaleza y su extensa diversidad de aromas que ofrece. Usa muchos condimentos como la cúrcuma, la pimienta de Sichuan, los pimientos marrones o el shiso, entre otros. El sabor se basa en la sal, la pasta de soja, la salsa de soja y la pasta de chile. Es extremadamente simple y nunca usa ingredientes instantáneos.

Apenas estrenado el siglo veintiuno, proponemos una cocina mediterránea de templo para no tener que recurrir a la alimentación capitalista, donde comer ya poco tiene que ver con nutrirse y disfrutar en la mesa.

Nos hemos instalado en un estado de falsa libertad y nos hemos creído el precepto contemporáneo de la necesidad de trabajar para sentirse uno realizado y que ocuparse de las cosas de la casa desprestigia. Esto ha derivado en una despreocupación hacia nosotros mismos, que en el contexto gastronómico se ha traducido en el abandono de la cocina y a tener que recurrir a otros para encomendar el hecho de alimentarnos. Y es que, muchas de las aplicaciones informáticas diseñadas para teléfonos móviles «inteligentes» están enfocadas a que puedas tener todo cuanto quieras sin moverte del sofá. Podríamos decir, que este aparato nos está transformando en vagos e impacientes.

Educados sin capacidad de comprender la naturaleza y sus ciclos, es fácil para la gran industria vendernos un grupo reducido de alimentos ultraprocesados. Pero, la realidad es que no nos venden comida sino tiempo. A través de la publicidad emocional, nos prometen tiempo para uno mismo. Según ellos, ¿para que desperdiciar horas en la cocina si puedes calentarlo en segundos y tragarlo en unos minutos? Para ellos, su aportación a la sociedad, trazada en una muy bien pensada campaña llena de color -ya no nos venden productos sino experiencias y emociones-, es ahorrarnos el tiempo de pensar, ir a comprar, cocinar los alimentos y limpiar los cacharros utilizados. Aunque, más bien la lógica que parece guiar el hacer de estas empresas es la de conseguir grandes beneficios económicos. El resto, no importa.

«Los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas». – decía Henry David Thoreau, escritor, poeta y filósofo estadounidense, pensando en el hacha, en la pala y en el martillo, que eran entonces instrumentos imprescindibles para construir una casa y un jardín.

Thoreau, desde su cabaña, no podía imaginar, desde luego, el nivel de dependencia a los dispositivos tecnológicos que tendríamos nosotros un siglo más tarde -ni siquiera se habían inventado-. Esta absoluta dependencia, merece esta pregunta: en ese binomio del hombre frente al aparato móvil, ¿quién es la herramienta de quién? Es el pez que se muerde la cola. Sin embargo, como ya hemos comentado con anterioridad, cada vez más, muchos ciudadanos de las grandes ciudades sentimos la necesidad de estar más conectados con los alimentos de una forma más directa, sin apenas intermediarios; y desconectarnos en gran medida de todo lo relacionado con el concepto online. Por ello, parte de nuestro tiempo lo dedicamos a nuestra alimentación y no hemos sucumbido a esto a lo que la gran industria pretende que seamos: meros consumidores.

Como decíamos, mientras que en muchos de nosotros, especialmente en occidente, florece y se extiende el deseo de redescubrir las raíces y los productos de temporada frente a hábitos culinarios alterados en manos de la industrialización y la globalización, en el mundo aislado de la cocina de templo, todo sigue igual que hace milenios. A medida que más cocineros se obsesionan con la idea de «lo vegetal», la cocina budista proporciona instrucciones confiables sobre cómo se puede hacer. El modo de aprovechar las restricciones de la estacionalidad es mejorar la relación con la naturaleza, o tal como cuenta Jeong Kwan: «Si aprendes los principios básicos de la cocina de templo -es decir, si entiendes suficientemente qué ingredientes están disponibles en cada estación y cómo se cultivaron- la condimentación es muy sencilla.»

«Comer es un acto agrícola». – proclama Wendell Berry, escritor y granjero estadounidense.

Para los que tienen su propia huerta y el tiempo para armonizarse con los caprichos y bondades de la naturaleza, las instrucciones no podrían ser más claras. Es el movimiento Km0, del campo a la cocina, de lo ecológico, del todo en un solo lugar. Y en relación a esto, Jeong Kwan sentencia en Chef’s Table que «todo el año, las plantas crecen por la energía de la naturaleza, el universo, la tierra y la labor humana. La codicia del hombre hace que quiera que las plantas crezcan más rápido, que crezcan más grandes y más lindas. Por eso algunos recurren a sustancias químicas. Pero yo dejo que las plantas en mi jardín crezcan como quieran». Su jardín refleja la ecuanimidad de su práctica espiritual. Para ella si los insectos quieren aterrizar y darse un festín en su jardín, son bienvenidos, Kwan no hace nada por disuadirlos. «Por eso no es bonito», dice. Su jardín no tiene una cerca a su alrededor, y parece estar conectado con el bosque circundante de una manera que sugiere que su jardín permanece abierto a bestias de todo tipo.

Nuestro hogar, ubicado en un sobreático de un edificio de cinco plantas, dispone de espacio exterior y hemos construido un diminuto jardín en él, de dos metros cuadrados, hecho con cajas de fruta, además de macetas con plantas varias. Aunque lo que nos gustaría es tener una pequeña parcela para ser más autosuficientes, la verdad es que, en el contexto barcelonés, somos privilegiadas con lo tenemos. Y si tuviéramos menos espacio, un balconcito, intentaríamos tener alguna cosa. Como todo en la vida, esto también se reduce a la idea de voluntad.

(Podéis profundizar sobre el concepto de la autosuficiencia a través de la obra del británico John Seymour.)

Como ama de casa es fácil hablar sobre el hecho de cocinar y sus bondades para la familia, básicamente porque dispones de todo el tiempo necesario para dedicarlo a cocinar para la gente que quieres y te acompaña en este viaje de la vida. En los últimos meses, he experimentado el hecho de disponer de una cuarta parte del día para dedicar a estas cosas. Pero el tiempo que he tenido, además de estudiar, lo he dedicado a pensar, comprar y cocinar los frutos de la naturaleza de una forma mucho más sencilla y ordenada.

La forma en que nos alimentamos está estrechamente relacionada con la forma en que vivimos. Y para mantener la vida necesitamos consumir otras formas de vida, como son los animales y las plantas. Por ello, pensamos que la comida del futuro debería ser la comida del pasado.

Para nosotros, los humanos, como cualquier otra especie de este planeta, alimentarse es una práctica vital ineludible. Mientras que la condición de omnívoro nos ofrece también la posibilidad de disfrutar de los placeres de la gastrodiversidad. Por esta razón Buda reflexionó seriamente sobre la alimentación como una cuestión de cómo vivir, más que de qué comer. En esta última parte de la reflexión la idea es concienciar nuevamente sobre la importancia de consumir productos locales y de temporada, así como de ir hacia la construcción de un recetario mucho más vegetal, y que sea este nuestro legado para las próximas generaciones y no un mundo gravemente comprometido con la vida.

Si bien, en los últimos años cada vez más personas están interesadas en los temas de alimentación, en la mayoría de los casos, su principal interés está en el aspecto nutritivo, lo cual sea tal vez un reflejo de la era de la glotonería. La nutrición, por supuesto, es importante, pero no debemos olvidar que comer es reconocer profundamente nuestra propia vida y las vidas de otros.

Antes prácticamente todas las familias tenían una parcela donde cultivaban parte de su propio sustento, y muchos criaban gallinas y conejos, además de un cerdo: «uno en la pocilga y el otro en la despensa». No se preocupaban del número de calorías, apenas tenían para comer. A falta de mis abuelos para preguntarles sobre estas cuestiones, mis padres me lo han confirmado. Si bien ellos vivieron sus primeras décadas en una dictadura, en su juventud estuvieron en contacto con la tierra. No pasaron hambre, pero de carne poca, principalmente cerdo y este curado; algo de cordero y nada de ternera. Luego los abuelos se hicieron mayores, ellos se pusieron a trabajar en otros sectores y el huerto se dejó. El poder adquisitivo subió, como en gran parte de la población, y el consumo de carne se ha quintuplicado en la península ibérica desde entonces. La humanidad agota recursos renovables a un ritmo insostenible y la ganadería industrial está devorando el planeta, causando graves consecuencias sociales y medioambientales.

El reto de la Nueva Cocina Mediterránea que hemos planteado en las anteriores reflexiones le añadimos el componente de la comida del templo. Esto no implica empezar a orientalizar nuestra cultura, ni mucho menos, sino a interiorizar la naturaleza como despensa para preservar nuestra vida humana. Comer siendo plenamente conscientes de todo lo que está en juego puede parecer algo muy pesado, pero en la práctica hay pocas cosas en la vida que puedan proporcionarnos tanta satisfacción como compartir una comida. Y aunque el budismo no plantea el vegetarianismo como «obligatorio» o prescriptivo, como algunos especialistas creen y por el bien del globo terráqueo, todos debemos encaminarnos al punto óptimo, el de un equilibrio sostenible, y con total seguridad hacia un futuro vegano o, al menos, reducir drásticamente el consumo de animales, optando por carne procedente de pequeñas explotaciones locales que garanticen el bienestar animal.

La cocina del templo tiene que ver con la delicadeza y el respeto.

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