El almendro es uno de los árboles más populares del mundo. Sinónimo de bienestar, sus frutos, crudos o tostados, se consumen todo el año y se pueden comer en cualquier momento del día. Un fruto verdaderamente exquisito, menos cuando nos toca una pieza amarga.
Árbol originario de Asia Central, sus ancestros silvestres son amargos. Sin embargo, a lo largo de la historia se produjo una mutación que hizo posible el cultivo del almendro dulce, extendiéndose por diversas partes del globo, también en el Mediterráneo. Primero fueron los pájaros quiénes descubrieron el buen sabor de las almendras y se las comieron, luego algún recolector primitivo debió de fijarse en el comportamiento de esos pájaros, y descubrió a su vez estas almendras comestibles procedentes del almendro mutado. Más tarde, quizá por accidente, se observó que los almendros que brotaban de esas almendras daban también almendras comestibles. Así, hacia el año 3000 a.C. ya se cultivaban almendros en el Oriente Próximo; siendo uno de los alimentos encontrados en la tumba del faraón Tutankamón. Aunque en la actualidad ya no suele sembrarse, el almendro es un árbol fácil de cultivar plantando simplemente sus semillas, como seguramente hicieron los primeros agricultores.
El almendro es uno de los mayores protagonistas de todos los tiempos.
Pero, ¿por qué hay almendras amargas? ¿Sólo para fastidiarnos de vez en cuando? No, simplemente el amargor es un mecanismo de defensa de la planta para evitar que los depredadores se coman la semilla y nosotros intoxicarnos, aunque hay que tomar una cantidad grande de almendras amargas para que realmente nos afecte.
El caso de la almendra no es único, hay muchas plantas cultivadas cuyos homólogos silvestres son amargos o venenosos: la sandía, la patata, la berenjena, la berza, la col, el brécol, el repollo, la coliflor, el colirrábano… Mucha hambre tuvieron que pasar nuestros antepasados para atreverse a experimentar con esas plantas. Y es algo que tenemos que agradecerles, así que ¡mil gracias!
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comida
Un puñado de almendras crudas
1 – Si las compramos enteras, con la cáscara dura exterior, es preferible ir quitando esta capa dura a medida que las vamos consumiendo. Para quitarla sin romper el fruto, lo mejor es hacerse con una roca pequeña o un martillo, del tamaño de nuestra mano, dar un pequeño golpe en la superficie de la cáscara y terminar con las manos para conseguir un fruto perfecto.
2 – Si las queremos sin piel, tendremos que escaldarlas. Según la frescura, las almendras necesitarán más o menos tiempo de escaldado. Para ello, ponemos agua en un cazo al fuego, y en el momento en el que el agua rompa a hervir, la vertemos en el cuenco en el que están las almendras. Cuando haya pasado un minuto cogemos una y la enfriamos bajo el chorro de agua fría para no quemarnos e intentamos pelarla, si se pela fácilmente, retiramos todas las almendras del agua rápidamente para que no se cuezan, podemos hacerlo escurriéndolas y vertiéndolas en un cuenco con agua y hielo o directamente con el colador bajo el chorro de agua fría. Una vez frías, deslizamos la almendra entre los dedos para que la piel se separe del fruto, en caso contrario hay que ir levantando la piel con cuidado. Ahora, las almendras peladas tendrán humedad, por lo que si no se van a consumir enseguida, deberemos secarlas en un lugar cálido hasta el día siguiente antes de guardarlas en un recipiente cerrado.
3 – Si os gustan con piel, simplemente ponemos una puñado de almendras en una fiambrera pequeña para disfrutarlas a media mañana y listo.
y siesta
4 – Directamente en el árbol.