conservas, reflexiones
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En busca de la cultura perdida, o cómo alargar la vida de los alimentos

Conservar los alimentos ha sido la gran preocupación de la Humanidad hasta hace poco, ya que antes de desarrollar las diversas técnicas de conservación, el ser humano debía consumir los alimentos de forma inmediata antes de que estos se echaran a perder.

En la anterior reflexión hablamos de aplicar en nuestra cultura mediterránea técnicas antiguas como la realización de una serie de prácticas, conductas o elaboraciones tradicionales vinculadas a las cocinas Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. El próximo año, queremos indagar en la conservación de vegetales y animales, cuyas mismas técnicas se empezaron a desarrollar paralelamente en todos los continentes ya desde tiempos inmemoriales.

Y es que hubo un tiempo en que no existían ni los frigoríficos ni los congeladores y los alimentos no se podían guardar indefinidamente para tiempos de escasez. Con la aparición de las primeras técnicas, como el ahumado, el salado o el secado al sol, nuestros ancestros conseguieron que los alimentos se conservaran por mayor tiempo, lo que les permitió dedicar más tiempo a otras actividades que marcaron, sin lugar a dudas, el devenir de nuestra especie en este planeta.

«Si puedes organizar tu cocina puedes organizar tu vida». – Louis Parrish

Hoy, muchas de estas técnicas están todavía vigentes y si somos compradores de materia prima directamente del proveedor y tenemos suficiente espacio en casa para almacenar, pueden sernos muy útiles. Así, haciendo una compra grande de productos frescos y dedicando el tiempo suficiente a organizar y elaborar los distintos preparados, podremos disponer de alimentos durante meses, tratados por nosotros, es decir sin intermediarios, y siempre consumibles al momento. Sin embargo, en nuestra sociedad híper-industrializada hablar de hacer tus propias conservas es de outsiders. Simplemente requiere tiempo y la mayoría de gente no está dispuesta a gastarlo en preparar unos tarros de alimentos que puede conseguir directamente de los estantes en cuestión de segundos y con el mínimo esfuerzo. Tarros, de conservas, que por cierto no tienen nada que ver con los productos comestibles que inundan los extensos pasillos de los supermercados.

Sin entrar en detalles, pero para comprender la diferencia entre las conservas y los productos comestibles, cabe señalar que los productos estan diseñados y construidos científicamente sumando componentes de toda clase, transformando los alimentos en otra cosa y cuyos envoltorios reflejan una realidad, en la mayoría de los casos, engañosa. Esto es debido a los diminutos etiquetados en las partes traseras de dichos productos, difíciles de observar a simple vista, cuyos ingredientes son a menudo escamoteados a un consumidor cuya atención es limitada en el rápido trámite de la compra. El problema, es que en muchos hogares estos productos comestibles están sustituyendo no solo a la comida de verdad sino también a las propias conservas, convirtiéndose en una plaga que aniquila nuestra tan apreciada cultura mediterránea, pero también las culturas gastronómicas de todo el mundo. La solución es sencilla: prestar un minuto por envase y leer la letra pequeña de la lista de ingredientes para diferenciar entre una cosa y otra. Incluso podéis ir más allá y buscar en esta guía el grado de nocividad de los aditivos alimentarios que muchos de estos productos incorporan. De la misma manera con los alimentos silvestres, ante la duda, lo mejor es prescindir de dichos productos.

Haciendo una radiografía a nuestra despensa, podemos decir que en casa consumimos pocas conservas, si bien nunca faltan en nuestra mesa estos tres encurtidos clásicos: las aceitunas, los pepinillos y las piparras. En invierno y primavera la conserva que más veces pasa por nuestra pequeña alacena es el tomate triturado, ya que en verano los saboreamos frescos y en otoño disponemos de ellos gracias a las conservas de tomate hechas por nostras mismas (no tenemos tanto espacio como para hacer para todo el año). Durante el año y de vez en cuando, nos damos el capricho con algunos alimentos muy específicos, como los espárragos de Navarra etiquetados con su sello de Indicación Geográfica Protegida, el bonito del norte en aceite de oliva, las alcaparras o las anchoas. En el período estival de vacaciones, cuando viajamos con nuestra furgoneta-vivienda, es cuando tiramos de legumbres cocidas.

Aquí no hay trampas. Como partidarias de un estómago feliz, uno puede almorzar algo rico, sencillo y artesanal a media mañana o simplemente cenar de maravilla con cuatro latas de buena conserva y un poco de pan.

A lo largo de estos tres años que llevamos con este proyecto divulgativo en torno a la comida, hemos hecho once propuestas de conservas: cinco de tomate, cuatro mermeladas y dos de pesacado. Pero queremos seguir investigando y experimentando la conservación a pequeña escala, dentro de las posibilidades que nos ofrece nuestra pequeña cocina y casa, por desgracia no podemos acumular por falta de espacio, no disponemos de una despensa como las de antaño.

«Una buena sardina es mejor que una mala langosta». – Ferran Adrià

De momento, pensando en las técnicas antiguas, ya hemos utilizado el sol veraniego para secar unas guindillas cultivadas en la terraza de nuestra propia casa. Pero para empezar y entrar de lleno en el mundo conservero, queremos curar una pechuga de pato mediante salazón para convertirla en jamón, decapar unas berenjenas, escabechar una coliflor, fermentar una col y ahumar un pescado azul. Luego, esperamos que la lista crezca y aprendamos muchas cosas de este apasionado universo enlatado. Y es que se pueden hacer muchos platos con las conservas, no todo es abrirla y comerla.

Antes de las conservas eran conocidos otros métodos para mantener las propiedades de los alimentos, como conservarlos en lugares secos y oscuros, envolverlos en sustancias protectoras como azúcar, sal o vinagre, también eran conocidos los procesos para hacer ahumados y salazones. Por tanto, desde siempre el ser humano ha partido de la idea inicial de que los alimentos son productos perecederos y es necesario realizar ciertos tratamientos para que sea posible su conservación y disponer de sustento para el invierno. El próximo año, os enseñaremos las distintas técnicas a través de recetas prácticas. De momento podéis profundizar en este tema consultando libros especializados y asistiendo a talleres.

Por ejemplo, buscando información acerca de la técnica de la fermentación, me topé con el taller práctico ‘Kraut & Kimchi’ de la gente de rooftop smokehouse, así que el pasado 5 de diciembre estuve en su local ubicado en la Fàbrica Lehmann haciendo este breve taller de fermentados. Hicimos chucrut -foto que sigue-, un fermentado hecho a base de col cortada y sal; y nos enseñaron, además de cómo fermentar minivegetales enteros, a cómo hacer kimchi, una preparación fermentada de origen coreano e inscrita en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, que se confecciona a base de hojas de col enteras aderezadas con una pasta, cuya versión más básica se elabora con chiles rojos, ajo, jengibre, cebolla larga, sal y azúcar.

Los neveros, una actividad desaparecida en nuestras montañas.

Por último, pero no por ello menos importante, el hielo. El hielo, que hoy nos parece algo de lo más natural en casa, ha sido uno de los elementos más codiciados por el ser humano desde épocas remotas. Se descubrieron las propiedades de la conservación por el frío, al observar que en invierno las carnes tenían mayor duración que en la época cálida. El uso del hielo como elemento en sí, se sitúa al Antiguo Egipto, donde se han encontrado los depósitos más antiguos que datan del siglo XXIX al XXI a.C. También en Mesopotamia y en Grecia, hay datos de las llamadas ‘casas de hielo’ sobre el 400 a.C., mientras que los romanos ya iban a buscarlo a las montañas nevadas y lo transportaban en grandes bloques ayudados por mulas de carga. Lo protegían con sacos de arpillera y pieles de animales para conservarlo. Este elemento era tan poco duradero como la nieve y hacía falta un gran número de personas para recopilarlo. Por no hablar de las construcciones especiales que eran necesarias para conservarlo. Eso lo convirtió en un elemento solo hecho para las clases altas. Hoy en día, ya nadie puede vivir sin hielo.

Estos conocimientos antiguos, los ha olvidado la gente. Lo que hace que si no se tiene la información correcta de cómo elaborarlas, las conservas caseras pueden convertirse en un grave problema.

A nivel doméstico son conocimientos que se han perdido prácticamente. Parece que ya no hay tiempo para eso. Sin embargo, a nivel social, han pasado de ser comida de subsistencia a producto de culto. Lo bueno, es que todo vuelve. Pero como en todo, las conservas también pueden transformarse en armas mortales, pero si se tienen en cuenta los puntos críticos en su elaboración podremos evitar/reducir las enfermedades transmitidas por estos preparados.

La seguridad de las conservas es un tema recurrente. Hay que tener mucho cuidado. La principal acción para evitar problemas relacionados con bacterias es medir de forma cuantitativa el nivel de acidez del alimento que queremos conservar. A través de su valor de pH, determinar de forma exacta la acidez es de suma importancia en la elaboración de conservas seguras. La escala de pH va de 0 a 14, siendo el punto 7 el valor neutral. Los valores por debajo de 7 se consideran ácidos, mientras que los mayores de 7 se consideran alcalinos.

En general, el pH de un alimento determinará qué tipo de microorganismos son capaces de crecer en él. La mayor parte de los microorganismos son capaces de sobrevivir y crecer en ambientes de pH entre 4,6 y 9. Casi la totalidad de los alimentos son naturalmente ácidos, ya que sus valores de pH son menores de 7. En la medida que el valor del pH de los alimentos disminuye (son más ácidos), los microorganismos tienen condiciones más difíciles para sobrevivir y crecer. Por lo tanto, la acidez de un producto alimenticio se utiliza como un medio de conservación y una forma de mantener los alimentos seguros para el consumo. Hay un valor de pH que es sumamente importante en lo que respecta a la seguridad alimentaria, y ese valor es 4,6. La razón de ello es que a un pH de 4,6 se impide el crecimiento del Clostridium botulinum que es la bacteria que causa el botulismo (enfermedad mortal). Lo ideal, por tanto, es obtener un valor entre 3 y 4.

El valor de pH de los alimentos se puede medir de diversas maneras. La gran industria utiliza un pH-metro que mide de forma precisa y sencilla. A nivel casero, los llamados papeles indicadores son la solución más apropiada y económica. Estos papeles son pequeñas tiras de papel impregnado con una mezcla de indicadores cuyo color varía de acuerdo a la acidez de la sustancia o el alimento en que se sumerjan, el valor del pH de la muestra se obtiene por comparación con una escala de colores que se encuentra en el envase.

Por todo ello, si adquirimos ciertos conocimientos y usamos correctamente las tiras de pH podemos transformar una «delicia peligrosa» en una verdadera delicia sin riesgo alguno. Porque recuperar lo tradicional es piedra angular de la nueva sociedad del siglo XXI. Parece ser que el nuevo movimiento conservero se despunta como una tendencia que ha decidido quedarse para «darnos la lata».

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