Desde el fin del confinamiento hasta hoy, inicio del equinoccio de otoño, solo hemos pasado un par de fines de semana íntegros en casa, en la ciudad. Uno de ellos, fue el del uno de agosto. Ese día fuimos al Maro Azul, días antes habíamos visto el capítulo Oaxaca de «Street Food: Latinoamérica» de David Gelb, ese viaje cultural a la comida callejera mexicana a través del televisor fue el detonante para llamar y reservar mesa. Ese mediodía, llegamos las primeras y nos acompañaron en la sala tres mesas más. Fue un servicio tranquilo, casi íntimo. El resto de días de descanso hemos ido alternando Llorenç con Mataró, o lo que es lo mismo, visita a los padres de una con visita a los padres de la otra. Porque al fin y al cabo, lo más importante es la familia. Y por supuesto, siempre maridado con esos paseos veraniegos por el campo después de cenar, los juegos de mesa, las buenas comidas y las largas conversaciones. Fuera de la familia, este verano, en lo que a lo social se refiere, a parte de la comida mexicana, solo fuimos a ver a Ferran Palau en Altafulla y en Els Vespres de la UB. Sus canciones fueron la banda sonora del recogimiento y no podíamos dejar pasar la ocasión de escuchar Cel clar en vivo.
Por trabajo, ha sido un verano atípico. De pasar 20 días en la carretera a 7. Si bien, antes del virus ya teníamos contemplado viajar por nuestra región, Catalunya, la situación actual ha confirmado la ruta de proximidad.
«Calabazas coloridas, en otoño recogidas».
– Refrán.
Con el paso de las semanas y con el añadido de la época del salir, hemos seguido viendo las mismas actitudes de antes del encierro. Algo tan básico con ponerse correctamente la mascarilla, -que como indica la RAE en una de sus definiciones es una máscara que cubre la boca y la nariz para proteger al que respira, o a quien está en su proximidad, de posibles agentes patógenos o tóxicos-, muchos se lo han pasado por el pito de sereno. Tenemos la memoria más corta que el vocabulario de un mimo. Este pasado verano, demasiada gente, ha demostrado que esto del virus le importa un pepino. Y es que, el sentido común es el más común de los sentidos pero también el que más brilla por su ausencia cuando ni está, ni se le espera. En definitiva, todo sigue igual.
En casa, salvo por trabajo, hemos intentado evitar la gente. Si de algo nos está sirviendo este año es de valorar cada vez más el silencio y la quietud. Algo aparentemente tan simple como la ausencia de ruido, se ha convertido en una ardua búsqueda. Un poco de este preciado silencio, lo hemos conseguido en los Pirineos leridanos. El 10 de agosto subimos hacía las montañas en busca de verde. Unos días en un entorno repleto de árboles para purificar la mente y devolverle la amplitud necesaria para afrontar la nueva temporada que se nos viene. Además de practicar el caminar, nuestro acto de resiliencia por antonomasia, visitamos el proyecto Herbes de l’Alt Pirineu en la Vall Ferrera, un proyecto familiar en torno a las plantas medicinales y aromáticas que descubrimos el año pasado visitando la misma zona. Unos cultivos que nos recuerdan la importancia de consumir productos de cercanía, en este caso hierbas, cuyo abanico es amplísimo y que con demasiada frecuencia nos limitamos solamente al té o al rooibos por desconocimiento de nuestras hierbas mediterráneas. Sin duda, más iniciativas locales como esta.
El verano ha pasado sin apenas haber pisado la playa. Hubo una tarde que fuimos a la cala donde solemos ir todos los estíos, nuestro refugio de sol y agua salada, pero no cabía ni un alfiler. Así que un breve baño para quitarnos el delir, como decimos en catalán y que significa sentir una gran necesitad para satisfacer un deseo, y para casa. Total, que a partir de ese día, hemos madrugado cada vez que hemos querido mar y a las 9 y media de vuelta al pueblo. Y así seguiremos haciéndolo hasta que el clima nos lo permita.
Uno de los aspectos positivos del confinamiento es que grandes cocineros han abierto sus cocinas domésticas y se han puesto a cocinar delante de todos. Al que más seguimos en su día fue Massimo Bottura, que a través de sus directos etiquetados como Kitchen Quarantine, compartió sus cenas familiares elaboradas a partir de cocina casera tradicional italiana. Pero si de alguien hemos adoptado una receta este pasado verano es de Alberto Chicote y su AJOBLANCO, una receta que eleva al séptimo cielo unas simples almendras hechas líquido.
«Castañas en cocción, en otoño e invierno: buena alimentación».
– Refrán.
En esta línea, uno de esos alimentos que llegan con el otoño son los frutos secos. Y con ellos, los típicos puestos de castañas. Como nos gustan las castañas al fuego, y los boniatos, y las cebollas, y las alcachofas, y las patatas… todo. Y es que la comida cocinada con fuego es especial. Y en ese camino de llamas y humo, un templo de las brasas como el Asador Etxebarri, sería una de esas paradas indispensables en el viaje ancestral del gusto. Por ahora y por mucho tiempo, disfrutaremos de las veladas en Llorenç con la chimenea encendida y el pan tostándose lentamente. Y así, siempre. Y que la brasa no se apague nunca.
Leyendo una entrevista a Bittor Arginzoniz, cuyas manos son las que dominan el fuego en el antes mencionado asador, le comentan que Aitor Arregi dijo sobre él en una entrevista que más que salvaje hay algo silvestre, “porque el salvaje puede no respetar el entorno, y sin embargo el silvestre está en comunión con la naturaleza”.
Otra de las cosas que ha traído este insólito verano es la ausencia de turistas a la ciudad. Barcelona ha vuelto a ser respirable, practicable, vivible. Hemos podido experimentar y observar in situ la influencia de la naturaleza en la Sagrada Familia, gracias a la Jornada de Puertas Abiertas que han ofrecido para los ciudadanos que padecemos las consecuencias de la masificación año tras año. La arquitectura del templo llena de detalles naturalistas: abejas, gallinas, flores… nos fascinó, y a la vez, nos hizo reflexionar sobre la importancia de estar en comunión con la naturaleza en todos los ámbitos de la vida. La ciudad se ha hecho más pueblo estos meses, si bien, con la llegada del mes de septiembre, el ruido y los humos han vuelto a invadir el espacio urbano como la niebla entre los árboles.
Para el futuro, ¿qué tal si viajamos de otra manera? El viaje aporta una infinidad de cosas intangibles, es un aprendizaje maravilloso. Sería un error no hacerlo. Descubrir territorios diferentes: con sus cocinas, sus alimentos, sus paisajes, sus gentes… es algo que no tiene precio. La cuestión es vale la pena el impacto ambiental que supone desplazarse a la otro punta del globo para comprar objetos en tiendas que también están en tu propia ciudad o no salir del complejo hotelero. O coger un avión para un fin de semana de tres días. El viaje es terapéutico siempre y cuando se haga con respeto a la cultura que visitamos, y es que siempre podemos traer aspectos tradicionales de donde vamos para incorporarlos a nuestro día a día.
Las 261 comidas que conforman este proyecto fueron posibles gracias al tiempo de una ama de casa. Eso es, el tiempo como la clave del todo. El tiempo lo es todo. Con tiempo, la creatividad fluye y se convierte en grandes cosas. La escritura y la fotografía requieren tiempo. La cocina también. Y el tiempo dedicado en los fogones nunca es tiempo perdido. Cuando uno trabaja fuera de casa, por cuenta ajena o propia, le pesa hacer las tareas del hogar. Sin embargo, desde la perspectiva del cuidado, dichas tareas se convierten en cápsulas de salud.
Limpiar tus aposentos te enseña a no ensuciar. Como dice el refrán: «No es más limpio el que más limpia, sino el que menos ensucia». Y esta premisa es aplicable a todos los entornos por donde nos movemos: la calle, los transportes públicos, la playa, la montaña. Un monte sano es salud compartida. Y es que, si el bosque está limpio, todos los habitantes no humanos que residen en él se benefician en el sentido más amplio; y a su vez, nosotros podemos caminar amablemente por sus caminos, además de obtener un aire más puro, renovado. En definitiva, cuando hablamos de salud, no solo debemos pensar en nuestro propio organismo, sino empatizar con el planeta, y que este pueda ser la casa de todos.
En breve los días serán más cortos. Recogerse en el hogar antes de tiempo puede convertirse en salud. Por ejemplo, cenar más pronto, para ir a la cama más pronto; y así dormir, descansar (las horas necesarias). El ritmo social nos impide tener salud. El modo contemporáneo de vivir nos resta salud. A todas horas hay que hacer cosas. Y no es así. Todo lo que se salga del binomio cocinar-caminar es superfluo, salvo el arte -por supuesto-.
«En otoño, pan de ayer, vino de antaño y caldito a diario».
– Refrán.
Sabemos perfectamente que fue un error pensar que la pandemia cambiaría las cosas. Ahora más que nunca, somos todavía más realistas. Mucho más. Y por muy mal que nos pese, formamos parte del engranaje social. Aún así, intentaremos seguir mejorando para que la coherencia sea además de uno de los pilares elementales de nuestro discurso en torno lo esencial y el consumo, una práctica diaria en la vida misma.
Que la naturaleza mantenga su estado y nosotros la tratemos como se merece, con respeto. Por que de ella, depende la vida. La vida de todos los que la formamos.
Como ya dijimos en primavera, ahora más que nunca: despensa justa para evitar el desperdicio, planificación y compra de mercado. Si de verdad creemos en un mundo diferente, hay que practicarlo día tras día.
#YoMeQuedoEnCasa