Las estaciones pintan, con luz, su trazo indefectible sobre el paisaje. Los solsticios son unas fechas únicas para aquellas personas que consideramos que vivimos en una relación de interdependencia con la naturaleza. Tradiciones antiguas y contemporáneas han celebrado estos días marcados en el calendario como una de las festividades fundamentales y sagradas. El Sol, y particularmente sus equinoccios y solsticios, representa las fases de la vida. Etimológicamente, el vocablo solsticio proviene del latín solstitium; que, a su vez, se forma de dos palabras: sol y statum (estático), stare (detenerse) o sistere (quieto) y significa «sol quieto», refiriéndose al hecho de que el Sol, durante los solsticios, parece detener su marcha. El solsticio de invierno que iniciamos en el día de hoy simboliza la restauración anual de la vida, la gran resurrección de todas las cosas existentes, la gran redención. Celebramos así el que será el día más corto y la noche más larga del año, pero también el resurgimiento de la estrella más poderosa del universo conocido.
El sol sostiene la vida en la Tierra y nos da luz, calor y energía, manteniendo unido el sistema solar. Si un día el Sol se apagara, las plantas y los humanos notaríamos el frío a los pocos días. Sin luz solar, la fotosíntesis desaparecería y con ella el 99.9% de la productividad natural de la Tierra, ya que las plantas no podrían coger y expulsar el dióxido de carbono que las mantiene con vida.
«En invierno no hay tal abrigo como un vaso de buen vino».
– Refrán.
Como sociedad, el otoño que dejamos ha ido de mal en peor. Un sinfín de descuidos que han provocado estadísticas disparadas, contagios desbordantes, decisiones sin sentido y un largo etcétera de imágenes que dan por llorar. Y así seguimos, y así nos va. Con todas esas cifras no es de extrañar que el 25 de octubre declararan un nuevo estado de alarma que dejaba en manos de las comunidades la gestión de la pesadilla. 4 días después, el 29, Catalunya decretaba un cierre perimetral municipal de fin de semana que se alargó hasta el día de ayer. Eso significaba no poder salir de Barcelona hasta nuevo aviso. La consecuencia inmediata fue no celebrar la Castanyada con mis padres, delante del fuego, tal como llevábamos años practicando. Quizás uno de los momentos más tristes de este 2020. Aunque no por ello, dejamos de hacer en casa los panellets, las castañas asadas o los boniatos, alimentos típicos que se disfrutan por esos días, cuya fiesta proviene de una antigua fiesta ritual funeraria, de recuerdo y honra a los muertos. Eso sí, menos colorida y animada que la festividad del Día de los muertos celebrada en México, cuya celebración fue proclamada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, en donde los vivos hacen altares llenos de flores y fotografías de los difuntos, y cuyas familias se juntan para celebrarlo con comida, bebida, disfraces y mucha música. Una fiesta a la memoria, un ritual que privilegia el recuerdo sobre el olvido, inmortalizada en una de las mejores películas de animación hasta el momento: Coco. Ese 31 lo celebramos con Andrea y una vez más compartir mesa con ella fue uno de los momentos más agradables de este otoño pasado.
Echando la vista atrás, la verdad es que nos hemos movido poco. El primer fin de semana de otoño fuimos a la Costa Brava con la furgoneta, donde visitamos a Laura a la vez que aprovechamos el trayecto para traer aceite del pueblo a casa y segundo, pasear por tres singulares jardines: el Marimurtra, el Pinya de Rosa y el Santa Clotilde. Pocos visitantes y aire fresco. Dos semanas después, volvimos a coger la furgoneta dirección al Delta del Ebro. Tras la primera noche y la masificación, decidimos movernos hacia la Terra Alta y de ahí volver al pueblo antes de tiempo, a disfrutar del campo en la máxima soledad posible.
En noviembre no salimos de Barcelona, pero si de casa. En ese deseo de buscar el verde, a mediados de mes, salimos a pasear con las amigas. Ese día subimos a Montjüic con Andrea, Neus y Cris, luego se unieron Jesús y Gael. Era domingo y éramos muchos. Quedamos en el Jardí Botànic Històric, un pequeño tesoro de la jardinería barcelonesa, de ahí a los jardines de Joan Maragall y posteriormente a los Jardines de Laribal. Una semana después, mi compañera y yo, subimos a Collserola, quizás menos personas, era sábado, pero también la quietud brillaba por su ausencia. El día siguiente, nos unimos al primer tramo del paseo que hicieron Andrea, Neus y Lourdes, concretamente en los Jardines del Doctor Pla i Armengol. Sin duda, se agradece la apuesta por el verde del Ayuntamiento. El último domingo de noviembre, no salimos. Lo que hicimos en diciembre, os lo contaré más adelante.
El otoño que acaba de marcharse es una enorme alegoría de soltar, dejar ir, dejar caer. Las hojas se sueltan y se dejan llevar por el flujo de la vida, mientras los árboles entran en la quietud del invierno, los animales se preparan para hibernar y el clima recrudece. Momento de honrar el silencio y cultivar el espacio de pausa con nosotros mismos. Esas hojas caídas se transforman en materia orgánica, ayudando a incorporar carbono al suelo. Por eso el suelo de los bosques sanos es tan oscuro. En el entorno urbano, retirar las hojas secas de parques, jardines y zonas verdes destruye los procesos de regeneración natural. Por ello es imprescindible cambiar el actual paradigma de gestión de espacios verdes, basado en criterios estéticos y simplistas, por una jardinería regenerativa, que promueva la biodiversidad y la vida. (Si queréis profundizar sobre el tema, muy recomendable el documental Kiss the Ground, en castellano Besa la Tierra, de Rebecca Harrell Tickell y Josh Tickell).
«Por primavera el pescado y en invierno el estofado».
– Refrán.
En esta línea, resilvestrar, cuyo término en inglés rewilding fue acuñado por el conservacionista y activista Dave Foreman, y por supuesto verlo como algo natural, como estrategia de conservación para aumentar la biodiversidad y alcanzar la autorregulación de los ecosistemas, será uno de los retos al que se enfrentaran las próximas generaciones. Si bien, hay muchos proyectos que ya optan por este camino, como ya hemos comentado en otras ocasiones, solo los gobiernos, haciendo leyes, pueden garantizar un futuro en donde la Tierra vuelva a ser un lugar sostenible y que nuestra acción este equilibrada con la capacidad de la Tierra de autoregenerarse. Y así lo demuestra la explosión de vida en la zona de exclusión alrededor de Chernóbil tras el grave accidente nuclear hace ya más de tres décadas, en donde la ausencia de humanos ha provocado que la naturaleza se desarrolle con todo su vigor y esplendor. Por lo tanto, podríamos llegar a cuestionarnos seriamente lo siguiente: ¿Qué es más dañino sobre el medio natural, la influencia humana o el mayor desastre nuclear de la historia?
En este contexto de fomentar la biodiversidad, la jardinería también juega un papel muy importante. No solo en tener unas buenas prácticas en la rutina jardinera sino también en educar en torno al atractivo de las plantas en todo su ciclo vital. Y en este sentido, retrasar la poda de los tallos herbáceos secos, supone un pequeño gesto para nosotros, pero con un alto valor ecológico para la fauna silvestre. Así, al dejar las cabezas florales secas en la planta, ponemos a disposición de aves, insectos y pequeños mamíferos un buen surtido de semillas en una época del año en la que los alimentos escasean para ellos, además de refugio y protección.
Hace muchos siglos atrás, cuando éramos muchísimos menos humanos sobre la faz de la Tierra, parece ser que la gente disponía de un terreno para autoabastecerse de alimentos, además de tener un par de cerdos y/o alguna cabra. Con el paso del tiempo, hemos ido delegando nuestra alimentación a otros, y, al menos, en esta sociedad, nos hemos desvinculado por completo del origen de los alimentos que nos mantienen con vida. Simplemente lo compramos todo e incluso algunos de esos productos ni siquiera nos nutren.
Para el futuro, ¿qué tal si cultivamos de otra manera? Tanto los huertos como los jardines deben dejar de ser monocultivos. Tanto las pequeñas explotaciones de alimentos como los jardines que optan por la variedad en sus parcelas son sinónimo de riqueza natural. Estos ecosistemas que se autoregulan proporcionan una infinidad de beneficios, pero sobre todo una fuerte reducción de productos dañinos, como los pesticidas, que a día de hoy se utilizan sin control.
El auténtico bienestar no está ahí fuera y ni siquiera se puede comprar. Está en nuestro equilibrio interior, a través de la pausa, la paciencia y un continuo diálogo interno. Y este año, el 2020, no ha sido propicio para conseguirlo para muchas personas. Simplemente no han sabido adaptarse al cambio, a una nueva manera de hacer. Tampoco ha sido fácil para mi compañera de vida.
El confinamiento trajo el teletrabajo y por consiguiente un seguido de lesiones cervicales derivadas de un entorno doméstico no pensado para trabajar una jornada completa frente a un ordenador. A esta situación, se sumó el estrés originado por el mundo dominado por la prisa, por el nerviosismo permanente, por «lo quiero ya y lo quiero ahora». Como si el mundo estuviera a punto de acabarse. Ambas cosas provocaron un desequilibrio emocional y de nervios que todavía hoy está intentando eliminar. Los primeros compases de diciembre fueron duros. Fue el pico. Pero poco a poco, la cosa va mejorando. La vida tranquila asoma y su rostro empieza a dibujar una sonrisa. Tiene el apoyo de la familia y este es el mejor tesoro que uno puede tener.
Se acerca el fin de año, y como todos los años, la gente se propone una larga lista de buenos propósitos. Sin duda, el mejor es escucharnos a nosotros mismos. Cambiar los hábitos ayuda. Lo difícil es mantenerlos. En casa, lo tenemos claro: comer bien (principalmente vegetales), una buena hidratación, caminar, caminar mucho, y sobre todo un merecido descanso.
«En invierno la mejor salsa de la comida es el fuego».
– Refrán.
En el mundo contemporáneo, la tecnología ha desplazado a las humanidades, haciendo que parezca poco práctico hablar de filosofía. Sin embargo, leer lo que los filósofos han escrito resulta provechoso por sus consejos prácticos, cuando son válidos, profundos y útiles, porque nos sirven para enfrentar con claridad nuestra propia existencia. En este sentido, nuestra vida está basada en el ejercicio de la vida sencilla y el minimalismo, en la búsqueda de lo esencial a través de la austeridad, y cuyas raíces se sostienen en las enseñanzas de los estoicos, de Epicuro, de Hiparquía e incluso del taoísmo, pero también en los textos de varios autores que han logrado trascender con sus tratados sobre la vida sencilla y la frugalidad.
Respetar la naturaleza y que nuestro hogar siga siendo una cueva acogedora y cálida es la idea. En el plano metafísico, el quid de la cuestión es liberarnos de la distracción de lo superfluo, centrándonos en el bienestar. No hay más.
Como los estoicos, a pesar de todos los pesares, hemos decidido ver el vaso medio lleno. Una forma de ver la vida basada en la aceptación, la virtud y la conexión con uno mismo, como la solución al caos y de todas las cosas. Como dijo Séneca, “comienza a vivir y cuenta cada día como una nueva vida”.
#YoMeQuedoEnCasa